FABLA SALVAJE
Balta Espinar levantose del lecho y, restregándose los adormilados ojos, dirigiose
con paso negligente hacia la puerta y cayó al corredor. Acercose al pilar y descolgó de un clavo el pequeño espejo. Viose en él y tuvo un estremecimiento súbito. El espejo se hizo trizas en el enladrillado pavimento, y en el aire tranquilo de la casa resonó un áspero y ligero ruido de cristal y hojalata.
Balta quedose pálido y temblando. Sobresaltado volvió rápidamente la cara atrás y
a todos lados, como si su estremecimiento hubiérase debido a la sorpresa de sentir a alguien agitarse furtivamente en torno suyo. A nadie descubrió. Enclavó luego la mirada largo rato en el tronco del alcanfor del patio, y tenues filamentos de sangre, congestionada por el reciente reposo, bulleron en sus desorbitadas escleróticas y corrieron, en una suerte de aviso misterioso, hacia ambos ángulos de los ojos asustados. Después miró Balta el espejo roto a sus pies, vaciló un instante y lo recogió. Intentó verse de nuevo el rostro, pero de la luna solo quedaban sujetos al marco uno que otro breve fragmento. Por aquestos jirones brillantes, semejantes a parvas y agudísimas lanzas, pasó y repasó la faz de Balta, fraccionándose a saltos, alargada la nariz, oblicuada la frente, a retazos los labios, las orejas disparadas en vuelos inauditos. Recogió algunos pedazos más. En vano. Todo el espejo hablase deshecho en lingotes sutiles y menudos y en polvo hialoideo, y su reconstrucción fue imposible.
Cuando tornó al hogar Adelaida, la joven esposa, Balta la dijo, con voz de criatura
–¿Sabes? He roto el espejo. Adelaida se demudó. –¿Y cómo lo has roto? ¡Alguna desgracia! –Yo no sé cómo ha sido, de veras. Y Balta se puso rojo de presentimiento. Atardeció. Sentose él a la mesa para la comida en el corredor. Desde el poyo
contemplaba Balta, con su viril dulcedumbre andina, el cielo, un cielo rosado y apacible de julio, que adoselaba con variantes profundas los sembríos de las lejanas quintas de la banda. Por sobre la rasante del huerto emergía la briosa cabeza castaña de "Rayo", el potro favorito y mimado de Balta. Mirole este, y el corcel reposó un momento sus grandes pupilas equinas en su amo, hasta que una gallina del bardal turbó el grave silencio de la tarde, lanzando un cántico azorado y plañidero.
–¡Balta! ¿Has oído? –exclamó sobresaltada Adelaida, desde la cocina. –Sí. Sí he oído. Qué gallina más zonza. Parece que ha sido la "pulucha". –Jesús! ¡Dios me ampare! Qué va a ser de nosotros.
Y Adelaida irrumpió en la puerta de la cocina, mirando ávidamente hacia el lado
"Rayo" entonces relinchó medrosamente y paró la oreja. –Es necesario comerla –dijo Balta, poniéndose de pie–. Cuando canta una gallina,
mala suerte, mala suerte. Para que muera mi madre, una mañana, muchos días antes de la desgracia, cantó una gallina vieja, color de habas, que teníamos.
–¿Y el espejo, Balta? ¡Ay Señor! Qué va a ser de nosotros. Adelaida sentose en el
otro poyo, llevó ambas manos al rostro y se echó a sollozar. Silenciosamente lloraba. El marido estuvo meditando y callado algunos minutos.
Esposos felices hasta entonces. Muchacho aún, él adoraba tiernamente a su
mujercita. Pálido, anguloso, de sana mirada agraria, diríase vegetal, y lapídea expresión en el vivaz continente, alto, fuerte y alegre siempre, Balta pasó su luna de miel lleno de delicias, rebosante de ilusión y muy confiado en los años futuros del hogar. Era agricultor. Era un buen campesino, más de la mitad oscuro aldeano de las campiñas. Adelaida era una dulce chola, riente, lloradora, dichosa en su reciente curva de esposa, y pura y amorosa para su caro varón.
Adelaida, además, era una verdadera mujer de su casa. Con el cantar del gallo se
levantaba, casi siempre sin que la sintiera el marido; con suma cautela, callada persignábase, rezaba en voz baja su oración matinal, y a la húmeda luz de la aurora que a cuchilladas penetraba por las rendijas de las ventanas, atravesaba de puntillas con sus zapatos llanos el largo dormitorio y salía. A la hora en que Balta abandonaba el lecho, ya Adelaida había ido a acarrear agua del chorro de la esquina, en sus dos grandes cántaros, el tiznado y el vidriado, que cabían por uno y medio de los corrientes. ¡Cuántos años tenía Adelaida aquellos cántaros! Se los regaló su tía abuela materna, doña Magdalena, cuando Adelaida era criatura, en gratitud al cariño y apasionada asistencia con que solía acompañarla día y noche, en su vejez achacosa y solitaria. A su vez, a la donante viejecita habíanle sido comprados y obsequiados por el tío Samuel, el día en que doña Magdalena, siendo aún señorita, obtuvo el honor de ingresar a la Sagrada Asociación del Corazón de Jesús del lugar, congregación de gran tono, formada solo por la gente visible de la aldea.
El cántaro que Adelaida nombraba el tiznado no tenía en verdad nada en sí de
excepcional, sino era los años de servicio y su tradición gentilicia. En cambio, el vidriado tenía un mérito originalísimo y fantástico. Ello es que un día, cuando tales vasijas pertenecían a la abuela aún, Adelaida, que apenas tenía siete años, fue a traer agua de la poza en el vidriado. Bien lo recordaba Adelaida. No podía llevar los dos cántaros, porque era muy pequeña y se habría caído con ellos. La siguió "Picaflor", la faldera, blanca y sedosa. De repente, ingresado el cántaro al fondo de la oscura compuerta para colmarse, pasaron por allí algunos perros en encelada caravana; "Picaflor" entropose a ellos, y alejándose fue hasta perderse en la próxima esquina, a despecho de las llamadas y amonestaciones de Adelaida. Cuando volvió, el animal enardecido acezaba y gruñía. Al acercarse a la niña, pareció irritarse más, empezó a escarbar furiosamente con las patas traseras y desnudó los finos colmillos y las rojas encías, despidiendo rencor por todas las comisuras y contracciones de su máscara. Ladró, enfureciéndose más y más. Adelaida la llamaba: "¡Picaflor! To. To. ¡Picaflor!". Y la can ingrata jadeaba sofocada, parapetada en una piedra, pronta al mordisco; algunas veces husmeaba agitadamente el suelo, buscando, echando de
menos algo, con amoroso ahínco. Después volvía a Adelaida el hocico amenazador, y hasta hubo momentos en que saltaba e hincaba los dientes en el traje. La niña se puso a llorar, asiéndose a unos rocosos y grandes pedruscos y pateando inocentemente a la bestia rabiosa.
El torrente seguía resonando en la oscura gruta. De improviso "Picaflor" frunció las ventanillas de la nariz y las hizo latir con
creciente alborozo y con no sé qué mohín cordial en sus ojillos húmedos, color de bilis muerta. Dejó bruscamente de ladrar, fue acercándose al borde de la compuerta, y he allí que, como llamada por invisible mano, metió toda la cabeza dentro de la sombría profundidad, lamió adentro la vaga figura del vidriado y empezó a mover el rabo con loco regocijo. Volvió de un salto hacia Adelaida y, encabritándose ante ella, dobló las manitos esclavas, como pidiendo perdón, y lamía los desnudos y tostados brazos de su pequeña ama, con su ciego y jubiloso cariño de animal que reconoce a su dueño.
A la hora en que Balta salía de dormir, ya Adelaida había también regado y, con
escoba que ella misma hacía de verdes y olorosas hierbasantas traídas a esa hora de la campiña, había barrido, plata, los dos corredores, los dos patios hasta cerca de los primeros rellanos del huerto, la pequeña sala de arriba, el zaguán y la calle correspondiente a la casa. Se había lavado, y cuando servía el caldo matinal, de rica papaseca, festoneada de tajadas de áureo rocoto perfumado, a su marido plácido, todavía caían al plato humeante algunas gotas de mujer, de sus largas y negras trenzas.
Adelaida era una verdadera mujer de su casa. Todo el santo día estaba en sus
quehaceres, atareada siempre, enardecida, matriz, colorada, yendo, viniendo y aun metiéndose en trabajos de hombre. Un día Balta estuvo en la chacra, lejos. La mujer, agotadas sus faenas, propias de su incumbencia femenina, fue al corral y sacó a "Rayo". El caballo venía buenamente a la zaga de Adelaida, que lo ató al alcanfor del patio, y trajo seguidamente las tijeras. Se puso a pelarlo. Mientras hacía esto cantaba un yaraví, otro.
Tenía una voz dulce y fluvial: esa voz rijosa y sufrida que entre la boyada es guía
en las espadañas yermas, acicate o admonición apasionada en las siembras; esa voz que cabe los torrentes y bajo los arqueados y sólidos puentes, de maderos y cantos más compactos que mármol, arrulla a los saurios dentados y sangrientos en sus expediciones lentas y en los remansos alvinos, y a los moscardones amarillos y negros en sus vagabundeos de peciolo en peciolo; esa voz que enronquece y se hace hojarasca lancinante en la garganta, cuando aquel cabro color de lúcuma, púber ya, de pánico airón cosquillante y aleznada figura de íncubo, sale y se va a hacer daño al cebadal del vecino, y hay que llamarlo con silbido del más agudo pífano y a piedra de honda, ludiendo así la de lana verde y dorada que tejieran en regalo manos amorosas,
y que, por esto, duele de veras estropearla y acabarla. Voz que en las entrañas de la basáltica peña índiga de enfrente tiene una hermana encantada, eternamente en viaje y eternamente cautiva. Así era la voz de Adelaida.
“Rayo” dejabase. –Mañana, señor, va usted a portarse muy bien. Su dueño quiere tirar la prosa. Ya
sabe usted. Déjese, déjese. Debe usted presentarse hermoso.
El potro se inclinaba, deponiendo ante la dulce voz de la hembra imperiosa las
tablas del fornido y gallardo cuello reluciente.
Adelaida acabó el trasquilo. –¿Qué estás haciendo? Balta llegó y su mujer se echó a reír, respondiéndole, bajo un halo llameante de
–Nada. Ya está. Ya está terminado. –Con que solo para pelar al animal vengo, suspendiendo y abandonando tanto
trabajo que hay allá. ¡Qué tal mujercita!
Ella se reía más dulcemente aun, y el marido acariciola conmovido y lleno de
Aquel día en que cantó la gallina, Adelaida estuvo gimiendo hasta la hora en que
Fue una noche triste en el hogar. Balta no pudo dormir. Revolvíase en la cama, sumido en sombríos pensamientos.
Desde que se casaron era la primera zozobra que turbaba su felicidad. De vez en cuando se oía el gemir entrecortado de Adelaida.
A Balta habíale ocurrido una cosa extraña al mirarse en el espejo: había visto
cruzar por el cristal una cara desconocida. El estupor relampagueó en sus nervios, haciéndole derribar el espejo. Pasados algunos segundos, creyó que alguien habíase asomado por la espalda al cristal, y después de volver la mirada a todos lados en su busca, pensó que debía estar aún trastornado por el sueño, pues acababa de levantarse, y se tranquilizó. Mas, ahora, en medio de la noche, oyendo sollozar desvelada a su mujer, la escena del espejo surgía en su cerebro y le atormentaba misteriosamente. No obstante, creyó de su deber consolar a Adelaida.
–No juegues, Adelaida -le dijo-. ¡Llorando porque canta una gallina!. Vaya. ¡No
Esto lo dijo haciendo de tripas corazón, pues aguja muy fina jugaba a lo largo de
sus tensas venas y cosía ahí un recodo a otro, una papila firme y vibrátil a otra fugitiva, con dura pita negra que él nunca había visto brotar de los vastos pencales maduros. Era dura esa pita, y le hacía doler; y esa aguja erraba vertiginosamente en su sangre conturbada. Balta quería cogerla y se le escurría de los dedos. Sufría, en verdad. No quería dar importancia al incidente del espejo, y sin embargo, este le perseguía y le mordía con sorda obstinación.
Al otro día Balta lo primero que hizo al salir a la calle fue comprar un espejo.
Tenía la fantástica obsesión del día anterior. No se cansaba de mirar en el cristal, pendiente en la columna. En balde. La proyección de su rostro era ahora normal y no la turbó ni la más leve sombra extraña. Sin decirle nada a Adelaida, fue a sentarse en
uno de los enormes alcanfores, cortados para vigas, que habían agavillados en el patio, contra uno de los muros, y estuvo allí ante el espejo, horas enteras. La mañana estaba linda, bajo un cielo sin nubes.
Sorprendiole la vieja Antuca, madre de Adelaida, que venía a pedir candela.
Díscola suegra esta, media ciega de unas cataratas que cogió hacía muchos años, al pasar una medianoche, a solas, por una calle, en una de cuyas viviendas se velaba a la sazón un cadáver; el aire la hizo daño.
–¿No te has ido a la chacra, Balta? Don José dice que el triguito de la pampa ya
está para la siega. Dice que el sábado lo vio, cuando volvía de las Salinas.
Balta tiró una piedra. –¡Cho!. ¡ Chooo! ¡Adelaida! ¡Esa gallina! Las gallinas picoteaban el trigo lavado para almidón que, extendido en grandes
cobijas en el patio, se secaba al sol de la mañana.
Cuando se fue la vieja, dejó la portada abierta y entró un perro negro de la
vecindad. Acercose a Balta que seguía sentado en las vigas color de naranja, y empezó a husmear y a mover su larga cola lanuda, haciendo fiestas con gazmoñería acrobática y mal disimulada. Balta, que se entretenía lanzando destellos de sol con el espejo por doquiera, puso delante del perro la luna. El vagabundo can miró mudamente a la superficie azul y sin fondo, oliéndola, y ladró a su estampa con un ladrido lastimero que agonizó en un retorcimiento elástico y agudo como un látigo.
Vinieron las cosechas. Balta no volvió a recordar más de cuanto aconteció en el hogar aquella tarde en
que la gallina dio su canto, hasta un día de setiembre, en que Adelaida, en la parva de trigo, le dijo de improviso:
–Levanta tú esta alforja. Yo ya no puedo con ella. –¿Estás enferma? Adelaida bajó sus ojos dulces de mujer, con un aire inefable de emoción. –¿Y desde cuándo? -repuso él, en voz baja y paterna, empapada de felicidad y
Adelaida lloró, y luego se abrazaron padre a madre. Musitó ella tímida y pudorosa: –Según creo, desde julio. Habiendo oído Balta estas graves palabras, y luego de meditar un momento, una
nube sombría subió con ferrado vuelo a su frente. "Desde julio.", pensó. Y entonces recordó, después de largo tiempo, la visión intempestiva que, como en sueños, tuvo en el espejo, aquella lejana tarde de julio, y la ruptura del espejo, por el estupor de esa visión. "Extraña coincidencia -se dijo en la parva-, bien extraña.". Un misterioso y atroz presentimiento sopló en sus venas un largo calofrío.
Pasaron las cosechas. Pasó el estío, y llegó el otoño, y, con los días ventosos y ásperos, la época de
siembra. Uno que otro día bajaba una lluvia fuerte y brusca, y siempre tempestuosas nubes altas poblaban el espacio.
Balta y Adelaida trasladáronse a la chacra.
Ya en la chacra, una tarde Balta, al tornar de su trabajo, dio de abrevar a sus
bueyes en la laguna de enfrente de la cabaña. A su vez, él, sediento y transido de cansancio, fue a la fuente de agua limpia que manaba entre los matorrales, arrodillose y bebió directamente. Se oyó los tragos durante algunos instantes, sumersos los labios. De repente, Balta saltó bruscamente y dio dos o tres pasos atrás tambaleándose y golpeando y haciendo cimbrar el tierno tallo de un alcanfor, cuyo follaje hizo estrepitosas y lúgubres cosquillas en los árboles de la pradera. Miró a uno y otro lado por descubrir quién había a sus espaldas, sin hallar a nadie; buscó entre los matorrales. Nadie. Volaron en diversas direcciones algunas palomas y pajarillos azorados. Un gallinazo, con moroso y aceitado vuelo, pasó de un alcanfor a otro, donde saltó, probó varios ramajes y por fin desapareció con leve y goteante rumor de hojas secas.
De nuevo, y después de algunos meses, aconteció a Balta muy parecida cosa a la
que le sucedió aquella tarde de julio ante el espejo. Entre el juego de ondas que producían sus labios al sorber el agua, habían percibido sus ojos una imagen extraña, cuyos trazos fugitivos palpitaron y diéronse contra las sombras fugaces y móviles de las hierbas que cubren en brocal el manantial. El chasquido punteado y ruidoso de sus labios al beber erizó de pavor la visión especular. ¿Quién le seguía así? ¿Quién jugaba con él así, por las espaldas, y luego se escabullía con tal artimaña y tal ligereza? ¿Qué era lo que había visto? La inquietud hincole en todas su membranas. Era extraordinario. Vaciló. Creyose en ridículo, burlado. La cabeza le daba vueltas. Era curioso. ¿Quizá su mujercita que jugaba inocente? No. Ella le respetaba mucho para hacer eso. ¡No!
Balta era un hombre no inteligente acaso, pero de gran sentido común y muy
equilibrado. Había estudiado, bien o mal, sus cinco años de instrucción primaria. Su ascendencia era toda formada de tribus de fragor, carne de surco, rústicos corazones al ras de la gleba patriarcal. Había crecido, pues, como un buen animal racional, cuyas sienes situarían linderos, esperanzas y temores a la sola luz de un instinto cabestreado con mayor o menor eficacia, por ancestrales injertos de raza y de costumbres. Era bárbaro, mas no suspicaz.
Desde aquel día en que repitiose, por segunda vez, ante sus ojos perplejos, la
imagen extraña en la fuente, Balta iba adquiriendo un aire preocupado. Dábale en qué pensar inmensamente el episodio alucinante. ¿Qué podía ser todo aquello? Quiso decírselo a Adelaida, pero, temiendo hacer el ridículo ante su mujer, optó por guardarle reserva del incidente.
El domingo próximo fue al pueblo. Dio en la plaza con un viejo amigo suyo,
camarada de escuela que fue. No pudo resistir a la tentación de comunicarle sus cuitas. El relato lo hizo riendo, dudando por momentos, otras veces poblada el ánima de mil sospechas, herida de pueril indignación, o torvamente intrigada. El otro se echó a reír a las primeras frases de Balta, y después replicole con grave acento de convicción:
–No es extraño. A mí me sucede a veces cosa muy semejante. En ocasiones, y esto
me acontece cuando menos lo pienso, cruzan como relámpago por mi mente una luz
y un mundo de cosas y personas que yo quiero atrapar con el pensamiento, pero que pasan y se deshacen apenas aparecen. Cuando estuve en Trujillo, un señor a quien referí esto me dijo que eran rasgos de locura y que debía yo cuidarme mucho.
Balta no pudo entender nada de esto. El relato de su amigo resultole muy profundo
En tanto pasaban las semanas en las siembras. Balta hubo de ir una mañana a los potreros, a lo largo de un calvero en el arbolado,
y bordeando una acequia de regadío. Iba solo. De pronto, y sin darse cuenta, bajaron sus pupilas a la corriente y tuvo que hacerse él a un lado, despavorido. Otra vez asomose alguien al espejo de las aguas. Prodújose al propio tiempo un rumor fugitivo entre los sauces que erguíanse a la vera del arroyo. Volvió Balta la cara en esa dirección y vio que entre los tupidos ramajes de trepadoras y malvarrosas recobraban las hojas su natural posición que, al parecer, acababa de romper y alterar una fuga atropellada y volátil, como de astuto y bárbaro mamífero asustado, o de ágil y certera brazada de alguien que huye. Balta dio gritos de alerta:
–¡Quién va!. ¡Guarda, sinvergüenza!. Y persiguió a su presa, decidido. Mas todo en vano. Vagó en toda la vecindad;
escudriñó las copas de los árboles, detrás de las piedras, bajo las compuertas, sin resultado.
Era la tercera vez que sorprendía aquella presencia aleve y desconocida. Tampoco
dio noticias de esta nueva aventura a su mujer, aunque un instante sus cavilaciones atreviéronse -¡con esa maldita libertad del pensamiento!- a suponer cosas horribles y ofensivas para ella; o quizá, por eso mismo, no la refería nada, y seguía con rigurosa discreción la pista de cuanto pudiera sobrevenir a sus sospechas.
Con el decurso de los días mostrábase Balta más taciturno y sombrío. Tenía de vez
en cuando largos recogimientos, en que se ponía abstraído y como sonámbulo, o solía alejarse de la casa a solas, sin que se supiese a dónde iba ni a qué iba. Cambiaba notablemente de modo de ser aquel cholo. Con su mujer empezó a conducirse de muy distinta manera que antes, teniendo para ella inusitados arranques de pasión exaltada y dolorosa. Un día la dijo:
–Oye, ven. Siéntate aquí. Sentáronse ambos en el poyo de la puerta que da al cerco del camino. La dio un
beso despavorido, y con angustia sin causa suspiró:
–Si ya no me quisieras un día, Adelaida. Guardó silencio ella, inclinada. Nunca había sido desconfiado él; ¡jamás la espina
más leve de un posible olvido hirió su corazón! Fraternal ternura, fe religiosa y ciega, puro y cándido regazo los había unido siempre.
Adelaida penetró al patio, y Balta quedose solo, en su mismo sitio, sumido en la
Había tomado una vaga aversión por los espejos. Balta los recordaba con informe y
oscuro desagrado. Una noche se soñó en un paraje bastante extraño, llano y monótonamente azulado; veíase solo allí, y poseído de un enorme tenor ante su soledad, trataba de huir sin poderlo conseguir. En cualquier sentido que fuese, la superficie aquella continuaba. Era como un espejo inconmensurable, infinito, como un océano inmóvil, sin límites. En una claridad deslumbrante, de sol en pleno mediodía, sus náufragas pupilas apenas alcanzaban a encontrar por compañía única
su sombra, una turbia sombra intermitente, la que moviéndose a compás de su cuerpo, ya aparecía enorme, ancha, larga; ya se achicaba, ludíase hasta hacerse una hebra impalpable, o ya se escurría totalmente, para volver a pasar a veces tras de sí, como un relámpago negro, jugando de esta suerte un juego de mofa despiadada que aumentaba su pavor hasta la desesperación. Cuando despertó, a los gritos de su mujer, estaban sus ojos arrasados en lágrimas.
–¿Qué has estado soñando? -le preguntó Adelaida, solícita e inquieta-. ¡Te has
–Ha sido una pesadilla -murmuró él. Y ambos callaron. Lo extraño, como se verá, era que Balta no hacía partícipe de nada de estas
incidencias a su mujer. Observaba con ella, en este respecto, el más hermético y cerrado silencio. Y de este modo desarrollábase en su espíritu, como una inmensa tenia escondida, una raíz nerviosa, cuya savia había ascendido desde la linfa estéril de un aciago cristal. ¿Por qué no la había noticiado todo, desde el primer instante, a su compañera? ¿Por qué, al contrario, junto a esa hebra torturadora, que no se sabe a dónde había de ir a ensartarse, encendíase un granate desconocido entre los brazos de su amor? ¿Por qué bajaba ese beso tempestuoso y tan cargado? ¿Por qué esa pasión exaltada y dolorosa nacía? La tragedia empezaba, pues, a apolillar, de tal manera, a ocultas, y capa a capa, de la médula para afuera, aquel duro y milenario alcanfor que hace de viga céntrica suspenso de largo en largo, a modo de espina dorsal, en el techo del hogar.
Balta empezaba a sentir un recelo, quizá sin motivo, por su mujer, un recelo oscuro
e inconsciente, del cual él no se daba cuenta. Ella tampoco se daba cuenta, aunque notaba que su marido cambiaba en sus relaciones con ella, de modo muy palpable.
–Vámonos ya al pueblo -insinuole Adelaida, a tiempo en que las faenas
–Aún hay mucho que hacer -respondió Balta misteriosamente. Desde el domingo en que conversó con su amigo en la plaza, no había vuelto al
pueblo. Cuantas veces se ofreció la necesidad de que lo hiciera por razones domésticas, negábase a ello, invocando diversos Inconvenientes o pretextando cualquier futileza. Parecía huir del bullicio y buscar más bien la soledad, sin duda ganoso de comprender a tan menguado perseguidor que, por lo visto, algo intentaba con él, y algo no muy bueno por cierto, ya que así lo asediaba, vigilándole, siguiéndole los pasos, para asegurarse acaso de él, de Balta, o para asestarle quién sabe con qué golpe. Pero también tenía miedo a la soledad de la casa del pueblo, a la sazón abandonada y desierta, con sus corredores que las gallinas y los conejos habrían excrementido y llenado de basura. Al pensar en esto, evocaba, sin poderlo evitar, el pilar donde aún estaría el clavo vacante y viudo del espejo. Un torvo malestar le poseía entonces. La evasiva para ir a la aldea se producía rotunda e indeclinable.
Triste y siniestra expresión iba cobrando su semblante. En los días de enero, en que
caía aguacero o terribles granizadas, y cuando los campos negros y barbechados ya daban la sensación de gruesos paños fúnebres, estrujados, doblados en grandes pliegues caprichosos, o desganados y echados al viento, pábulo tormentoso adquirían sus inquietudes. Los chubascos, que duraban algunas horas, hacían numerosas
charcas en el patio resquebrajado de la morada. Balta, si no había ido a las melgas, o si, a causa de la lluvia, veíase obligado a suspender el trabajo y a recogerse, permanecía sentado en uno de los poyos del corredor, cruzados los brazos, oyendo absortamente el zumbar de la tempestad y del viento sobre la pajiza techumbre que amenazaba entonces zozobrar. Allí solía estarse, hasta que sobreviniera alguna circunstancia que lo reclamase; tal, por ejemplo, para espantar a los puercos que, a causa del eléctrico fluido del aire, hozaban nerviosos el portillo del chiquero, rugiendo y haciendo un ruido ensordecedor. Los golpeaba él con un palo y afianzaba y guarnecía con nuevos cantos la entrada del corral; pero los animales no cedían y seguían rugiendo y empujando con rabia salvaje las piedras de la poterna. "¡Pero qué tienen estos animales del diablo!.", exclamaba Balta, poseído de una impresión de cólera y sutil inquietud de presagio.
El ronquido de la tempestad crecía, y como propinando largos rebencazos al
cuerpo entero del viejo bohío, despertaba en todo él intermitentes estremecimientos de zozobra y de tenor, en que, era el chirrido fácil de una armella suelta, era la caída incierta de una teja deshecha por tenaz humedad; era aquella chorrera verticilar que, siguiendo el sublime juego del aire enrarecido y ahogado, la densidad de la lluvia de la que fugaba el ozono azorado, y los invisibles sesgos de la luz adolorida, evacuaba, y, acentuando su curva aun más asombrosamente, disputaba de súbito otro cauce entre la paja del techo; era el golpe batido y familiar del batán, donde molía Adelaida para la merienda, todo detonaba en los nervios, y una vaga impresión funesta suscitaba en el ánimo. Tal un cerdo maltón, de rojizo cerdaje y grandes púas dorsales, que recién acababa de dejar la leche, por haberse perdido su madre no se sabe por dónde en las jalcas, se puso a gritar como loco, corriendo de aquí para allá, entre los demás. Balta le dio una pedrada, y el pobrecito bajó la voz, y así, de rato en rato, se estuvo quejando toda la tarde. ¡Oh la medrosa voz animal, cuando graves desdichas nos llegan!
Balta, sin saber por qué, tuvo miedo afuera y se fue a la cocina. Al cruzar el patio,
lleno de charcas, vio temblar borrosa y corrediza una silueta sobre las aguas que danzaban bajo la tempestad. Cuando entró a la cocina lo hizo corriendo y como si lo persiguiesen. Adelaida molía en el batán. Empezaron a conversar entusiastamente. Parecía él querer aturdirse, y le habló a su mujer muy de cerca sobre el invierno que recrudecía y sobre otras bagatelas. De nuevo Adelaida le dijo que era tiempo de regresar al pueblo, y otra vez él repitió:
–¡Aún hay mucho que hacer!. Nos iremos en febrero. Don José, el viejo alpartidario, y sus dos hijos llegaron completamente mojados.
Con ellos vino, todo molido y lloroso, Santiago, el hermanito de Adelaida. De uno de sus pies cubiertos de barro manaba una sangre clara, en que había él inocente carmín espontáneo de las tibias granadas de los temples.
Algunos días después, inopinadamente, Balta se fue al pueblo. Se fue solo y
directamente a la casa. Penetró al zaguán. Un revuelo espeso y de fuga reventó adentro. Sobre el tejado de enfrente posáronse varias palomas y tórtolas silvestres, de
tornasolados cuellos, y asustadas agitáronse aguaitando con sus ardientes ojos amarillos, en todas direcciones. Un conejo tordillo y zahareño no supo por dónde meterse; peleó con otro, gordo y rufo, y, gritando, se atunelaron ambos por entre los nidos de las gallinas. Balta se sintió sacudido de un calofrío de inmensa orfandad; y, echando de ver las paredes tan pronto entelarañadas aun más abajo de las soleras; las hendiduras que los pájaros practicaron entre los adobes; las puertas cerradas con candado, el huerto marchito y difunto, solo salpicado de unas que otras flores tardías de azafrán, recostose en el umbral de la puerta de la sala, como guareciéndose, y un llanto que él no pudo contener bañó sus mejillas. ¿Por qué, pues, lloraba así? ¿Por qué?.
Luego tuvo un acceso de imprevista serenidad. Siguió al dormitorio, lo abrió y
penetró a grandes pasos. Volvió a salir, y aclarose tosiendo el pecho, del que salió entonces uno como restallido de madera que corre, tropieza, trota y se arrastra sobre la punta de un clavo inmóvil e inexorable. Traía el espejo en una mano. Como quien no hace nada, se vio en el cristal un segundo, pero apenas un segundo de tiempo, y, apartándolo, se quedó tieso como si fuera de palo. ¿Qué vio? ¿La imagen desconocida? ¿No vio más que la suya? Miró a todas partes con modo tranquilo y amplio; miró hacia la huerta, imperturbable, seguro, iluminado.
Esta vez Balta pareció no sobresaltarse; mejor dicho, pareció sobresaltarse
demasiado, mucho, en exceso. En aquel instante insólito, no creyó haber visto a ningún extraño a su espalda, a sus flancos, como en anteriores ocasiones. Era su propia imagen la que él veía ahora, su imagen y no otra. Pero tuvo la sensación inexplicable y absurda de que el diseño de su persona en el cristal operó en ese brevísimo tiempo una serie de vibraciones y movimientos faciales, planos, sombras, caídas de luz, afluencias de ánimo, líneas, avatares térmicos, armonías imprecisas, corrientes internas y sanguíneas y juegos de conciencia tales, que no se habían dado en su ser original. ¡Desviación monstruosa, increíble, fenomenal! Desdoblamiento o duplicación extraordinaria y fantástica, morbosa acaso, de la sensibilidad salvaje, plena de prístinos poros receptivos de aquel cholo, en quien, aquel día bárbaro de altura y de revelación, la línea horizontal que iba desde el punto de intersección de sus dos cejas, desde el vértice del ángulo que forman ambos ojos en la visión, hasta el eje de lo invisible y desconocido, se rajó de largo a largo, y una de esas mitades separándose fue de la otra, por una fuerza enigmática pero real, hasta erguirse perpendicularmente a la anterior, echarse atrás, como si alcanzase la más alta soberanía y adquiriese voz de mando, caer por último a sus espaldas, empalmarse a la horizontalidad de la otra mitad, y formar con ella, como un radio con otro, un nuevo diámetro de humana sabiduría, sobre el eterno misterio del tiempo y del espacio.
A su predio tornó Balta esa misma noche. Una vez en su lecho, se sintió acometido
de angustioso frenesí, y un insomnio poblado de sombras y de febril alarma goteó toda la noche sobre sus almohadas y sobre su corazón. Por momentos amodorrábase y oscurecía todo su ser, y por momentos cavilaba con gran lucidez. Reflexionaba. En medio del silencio de la noche, desabarquillaba fibra a fibra recuerdos de lugares, fechas, acontecimientos e imágenes, deduciendo relaciones, atando cabos sobre su posición actual en la vida. Acordábase de que él era huérfano de padre y madre, y que, salvo una hermana que tenía en una hacienda remota, la única sangre suya estaba toda contenida en él y nada más. Luego pasaba su pensamiento a su mujer, y por
inextricable asociación de ideas, al espejo. Repesaba entonces sus cuitas y sobresaltos por la idea de que alguien le seguía los pasos. Se hacía mil interrogaciones sobre si estaba o no seguro de lo del espejo. Quería fijar bien los contornos de la imagen que veía en el cristal. Esforzábase a ello, sin conseguirlo; mas, si lo hubiera conseguido, se habría tapado los ojos de la imaginación y habría tenido horror. Recordó entonces vagamente lo que le dijo el amigo, el domingo, en la plaza: ".cosas y personas que yo quiero atrapar con el pensamiento, pero que pasan y se deshacen apenas aparecen". Después recordaba otras cosas. Cuando era aún maltón tenía reuniones nocturnas con numerosos muchachos, entre los que había algunos pertenecientes a principales familias del pueblo, y otros que volvían ya del Colegio, muy leídos y cultos. Referíanse entonces, a la recíproca, narraciones fantásticas y sucedidos increíbles. Uno de ellos dijo cierta noche: "A mí me pasó una vez una cosa horrorosa. Hallábame tendido, cara arriba, sobre mi cama, a eso de la hora de oración. Meditaba yo a solas, y de improviso advertí que mis pies retirábanse y se alejaban sin fin. Advertime el cuerpo estirado y crecido gigantescamente, y, lleno de miedo y de espanto, quise pararme; no podía, pues que chocaría con el techo. Empecé a gritar aterrado. Alguien acertó a ir por allí y acudió.". Balta, confundido y exhausto, golpeó la sien contra el lecho y cambió de posición en las almohadas.
Su mujer reposaba a su lado, tranquila. La vieja Antuca, su suegra, que dormía en
la misma pobre habitación, pareció conturbarse; balbuceó no sé qué palabras incomprensibles entre sueños, y luego lanzó algunos alaridos, como si le hiciesen doler una herida invisible y profunda. Balta se quedó adormecido.
Al día siguiente había en su semblante una sombra aun más ensimismada y más
hosca. Vio a su mujer y sus ojos despidieron un resplandor extraño.
Temprano se ausentó a solas, sin haber cruzado palabra alguna con nadie. ¿Por
qué, pues, se iba así? ¿Por qué ese inmotivado recelo para su pobre mujer? Buscaba la soledad Balta, cada día con mayor obstinación.
–¿Qué tienes Balta? -llegó a interrogarle Adelaida-. ¿Qué te pasa, que estás así? No
quieres que nos vayamos. El invierno me da miedo, Balta. ¡Vámonos, por Dios! ¡Vámonos! ¿Bueno?.
Ella le dijo esto, asiose del brazo viril y recostó la sien suavemente rendida sobre el
Hizo él una mueca de fastidio: –Te he dicho que no. Dos lágrimas asomaron azoradas y tímidas a los ojos de ella, al mismo tiempo que
la faz taciturna y huraña de Balta tuvo una violenta expresión amenazadora.
Adelaida solía ir con su hermanito uno que otro día al pueblo, por ver los animales
de la casa. A cada retorno suyo al campo, en el marido subía la opresión interior y subía el recelo para con ella. Ya este recelo, de inconsciente y oscuro que fue en un principio, tornose consciente y claro ante los ojos de Balta. Esto aconteció un día en que alejose él de la cabaña sin rumbo, a través de los arados predios, por las planicies de mustias sarracas andinas y por los peñascales encrespados y mudos.
Caminó incansablemente. Era de mañana y, aunque no llovía, el cielo estaba
cargado y sin sol. Era una mañana gris, de esas preñadas de electricidad y de hórrido presagio que palpitan en todo tiempo sobre las tristes rocallosas jaleas peruanas, las que parecen recogerse y apostarse unas a lado de otras, a esperar insospechados
acontecimientos en las alturas, ciclópeos y dolorosos alumbramientos de la Naturaleza.
Balta iba paso a paso y, luego de haber andado largas horas por las vertientes más
elevadas, se detuvo al fin junto a un montículo herboso. Subió a un gran risco, esbelto, pelado y tallado como un formidable monolito. Subió hasta la cúspide. Ahí se sentó, en el mismo borde del peñasco. Sus piernas colgaban sobre el abismo. A sus pies, en una espantable profundidad, se distinguía un aprisco abandonado, al nivel de las sementeras sumergidas. Ahí se sentó Balta. Contempló con límpida mirada distraída e infantil toda la extensión circundante, hasta los horizontes abruptos y los nevados partidos en las nubes. Inclinose un poco y escrutó las tierras fragorosas que a sus plantas quedaban como arredradas y sumisas. Amenazó caer lluvia y una ráfaga de chirapa y ventarrón azotó un momento los cerros. Balta tuvo un ligero calofrío, y la cerrazón mugió y se perdió entre los próximos pajonales.
Una calofriante desolación, acerba y tenaz, coagulose en las pupilas enfermas del
cholo. Permaneció de este modo, embargado en honda meditación, por espacio de algunos minutos. Reflexionaba sobre cosas incoherentes que en azorado revoloteo cruzaban por su mente adolorida. La imagen de su mujer surgió en su memoria, y sintió entonces por ella un vago fastidio. Pero, ¿por qué? No se lo explicaría él mismo. Sí. La tuvo fastidio y una pasión extraña y dolorosa, ese azaroso amor que lo alejaba de ella y le hacía buscar la soledad con irrevocable ahínco. Preguntaba a su propia conciencia: ¿Me ama Adelaida? ¿No quiere ella a otro, quién sabe? A otro. Balta se quedó abstraído y cabizbajo, mirando hacia el abismo escarpado. A otro. Balta seguía cavilando. Su pensamiento volaba. Unos celos sutiles, como frioleros y acerados picos, sacaron la cabeza y se arrebujaron en sus entrañas, con furtivo y azogado gusaneo montaraz.
El silencio de la mañana era absoluto. Balta sacudió la cabeza y empezó a rascar
con la uña una salpicadura de barro en su leonado pantalón de cordellate. Pero, inmediatamente, cayó de nuevo en el mismo tema: su mujer. "¿No quiere ella a otro, quién sabe?.". A otro. Su pensamiento, al llegar a este punto, se caía, se ahogaba. Tal un remanso que de súbito se quebranta y se rompe en una pendiente. ¿Podía su mujer amar a otro? Otra vez sacudió la frente. Había hecho desaparecer la mancha de barro de su vestido. Púsose de pie, y estuvo así, inmóvil, un instante. El aire empezaba a agitarse con violencia y quiso arrebatarle el amplio sombrero de palma. Lo aseguró bien, y, como si no quisiera alejarse más de allí o estuviese atado a aquel pináculo, volvió a sentarse en el filo de la roca. Ahora se puso a pensar en lo bella y dulce que era Adelaida y en que él era, en cambio, tan poco parecido. Volvió a mirar el acantilado de la cordillera y se le trastornó la cabeza. Con la velocidad del rayo, cruzó por su cerebro la fugitiva idea, sutil, imprecisa, de un ser vivo, real, de carne y hueso, innegable, a cuya existencia pertenecía la imagen del cristal. Alguien es, indudablemente. Alguien debía ser. Balta demudose y vaciló. Creyó sentir en el aire una presencia material oculta, de una persona que le estaba viendo y oyendo cuanto él hacía y meditaba en aquel instante. Creyó percibir su aliento y, aun más, una palabra suelta, tañida en voz baja, muy bajita, que se escabulló rápidamente. Balta la buscó con las narices y los ojos y los oídos por entre las rugosas depresiones de la peña. Tenía encendidas las mejillas y los ojos inyectados de sospecha y de cólera. El viento volvió a soplar formidable y amenazador. Iba a llover.
Sí. Alguien le seguía. Alguien que así esbozaba y denunciaba, a su pesar, su
presencia, en rumor volandero, en imagen fugaz, en roce taimado, en impune esquinazo de piel. Balta hizo un agudo mohín de furiosa indignación. Estiró el cuello, en ademán de escuchar hacia arriba, perplejo, arrobado, como hacen las aves asustadas, cuando pasa por lo alto un vuelo tempestuoso de águila, cóndor o gallinazo fúnebre. El cielo estaba negro y muy bajo. Sí. Alguien le seguía. Un bribón desconocido o un amigo bromista. Balta sintiose burlado. "A lo mejor -se dijo- alguien está jugando conmigo.". Y se indignó más todavía. Acordose de la tarde de junio, en que por primera vez sorprendió al intruso, con el auxilio del espejo, en el corredor de la casa del pueblo. Recordó también que cierto caballero de la aldea, a quien traicionaba su mujer, sorprendió al traidor precisamente por un juego de espejos que una feliz coincidencia puso ante sus ojos. Otra vez pasó su pensamiento a Adelaida. Y pensó: ¿cómo era que ella no se hubiera percibido en ninguna ocasión de la presencia de aquel sabueso? ¡Adelaida ama al otro! ¡Al del espejo! Sí. ¡Oh cruel revelación! ¡Oh tremenda certidumbre!.
Caía el granizo. Un pastorcillo fue a guarecerse con unas dos ovejas en el redil
abandonado, y hacía reventar en las costillas del viento su honda. Dio unos gritos melancólicos en el abismo, donde las herbosas quebradas rezumaban ya, y a sus gritos respondió el sereno peñasco majestuoso con el eco cavernoso y de encanto de la inconciencia inorgánica; eco invisible y opaco y recocido, con que responde la dura piedra soberana a la cruda voz del Hombre; manera de espejo sonoro, en cuyo fondo impasible está escondida la simiente misteriosa e inmarchita de inesperadas imágenes y luces imprevistas. Acaso aquí habría hallado también Balta la propia resonancia, retorcida y escabrosa, la desconocida imagen que, ya en el espejo, ya en el manantial o en las corrientes, le acechaba y relampagueaba ante sus ojos estupefactos y salvajes.
La tragedia aquel día abandonó la médula del alcanfor milenario, que hace de viga
central en el hogar, y, al morder el primer vaso capilar de los círculos internos de la zona de la madera, tropezó de pronto con un viejo parásito miserable que aún sobrevivía a la época sensible del árbol; le quiso despreciar la tragedia, y ya iba a internarse en el fibroso bosque, cuando el aire empezó a agitarse con violencia y quiso arrebatar el amplio sombrero de palma de Balta sobre la roca. La tragedia enmendose, y a viva fuerza echó a sus lomos al intruso.
Hasta entonces la mujer del cholo no había percibido nada de este espectáculo
misterioso que se operaba sobre ella y su cariño. Su agreste e ingenua sensibilidad apenas había notado solo el aspecto exterior de cuanto venía desarrollándose en torno de ambos. Sabía que Balta no era el mismo de antes para con ella, y, a lo más, que habíase tornado raro y neurasténico. Pero nada más. Ella no sabía el porqué de todo esto. Cuando quería saberlo, a costa de un examen más o menos detenido y hondo, o de una observación asidua y constante sobre su marido, fallaban sus fuerzas de investigación, y todo razonamiento volvía atrás, impotente y pequeño para tamaña empresa. Adelaida apenas había tenido tiempo para aprender a leer y escribir, y su
espíritu hallábase todavía más intacto y en bruto que el de Balta. Por otro lado, sentía por él un religioso respeto, y en general no se habría atrevido a exigirle en ningún momento una confesión, o a arrancarle una punta siquiera del hilo en que los dos estaban enredándose de modo irremediable y fatal.
Cuando volvió Balta de su largo y solitario peregrinaje por los páramos, agonizaba
la tarde y bajaba una granizada furiosa. Las centellas y los truenos sucedíanse en alternativa desordenada y vertiginosa.
Adelaida, que había vuelto ya del pueblo, esperaba a su marido, ansiosa y presa de
–¿Dónde te has ido, por Dios? -exclamó ella, en un apasionado rapto de alegría,
Balta entró cogitabundo y sombrío, sin responder, las manos atrás, una sobre otra. Adelaida estaba más pálida y extenuada por la maternidad, cuya luz, comprimida
en sus entrañas jóvenes, florecería muy pronto a la luz grande del sol. Su dulce melancolía penserosa, en la que una gracia de alba caía y lloraba, dibujábase, cada día más densa y más frágil y temprana, en su gracioso rostro que el viento y la intemperie requemaban.
Inquiriole ella, como si fuese su hijo, asida a un brazo de él: –¿Has estado en la toma? Balta permanecía mudo. Parecía evitar mirarla. Al fin la apartó colérico: –¡Déjame, mujer! Y penetró siniestramente al cuarto. Adelaida, con su abnegación y paciencia de mujer, insistió y le siguió –¡Pero por Dios, Balta! ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? Y añadió en un tierno puchero que sangraba: –¿Qué he hecho yo para que así me trate y me bote?. Adelaida, parándose en medio del cuarto que la tempestad colmaba de una
–¡Ay, Dios mío!. El llanto la ahogó. Inclinó su morena cabeza exangüe, y, con desolada amargura,
sollozó, sollozó mucho, enjugándose con el revés de su largo traje plomo, como hacen las dulces mujeres de las sierras dolientes del Perú.
–¡Me bota de ese modo!. -susurraba ella, y el dolor inflaba sus senos, los alzaba a
gran altura y los dejaba caer y otra vez los levantaba.
¡Cómo lloran las mujeres de la sierra! ¡Cómo lloran las mujeres enamoradas,
cuando cae el granizo y cuando el amor cae! ¡Cómo toman un pliegue de la franela, descolorida y desgarrada en el diario quehacer doméstico, y en él recogen las calientes gotas de su dolor, y en él las ven largo rato, las restregan, como probando su pureza, mientras percuten los truenos, de tarde, cuando el amor infla sus pezones, que sazonara el polen del dulce, americano capulí; los alza a gran altura y los deja caer y otra vez los levanta!
El pequeño Santiago asomó a la puerta del cuarto, estiró el desnudo cuello y
escudriñó a hurtadillas hacia adentro. Balta habíase sentado en el borde de la cama, en un rincón, una pierna en flexión sobre un banco, acodado en ella, la mano a la mejilla, mirando al suelo, taciturno, callado.
–¡Qué he hecho yo! ¡Me bota! ¡Me bota de ese modo!
Murmuraba Adelaida sus lamentos y sus quejas, y, al hacerlo, no se dirigía a su
–¡Me bota de ese modo! Tal se quejan las mujeres de las sierras, cuando se quejan del hombre a quien
aman. Creyérase que entre ambos, cuando el dolor arrecia y arrecian lo vientos contra los peñascos eternos, hay un tercer corazón invisible, el cual se patentiza entonces ante sus almas y preside sus destinos. A ese corazón se dirigía ella ahora, de pie, entre las tinieblas de la tarde, recogiendo sus lágrimas entre los pliegues de su falda sencilla y estropeada.
El patio parecía cubierto de granizo. Un rayo cayó muy cerca y su relámpago
Santiago observaba, extrañado. Niño, con sus ocho años, él no se daba cuenta de
aquel infortunio. Supo sí que adentro se lloraba, y que se callaba más adentro aun. Su corazón empezó a encogerse y tuvo ganas de llorar. Viendo padecer a su hermana, le dolió el alma. ¿Quién la hacía padecer? ¿Qué la habían quitado? ¿Qué cosa se le negaba? ¡Dénsela! ¡No sean malos! ¡Devuélvanle sus cosas! ¿No las encuentran? ¡Búsquenselas! ¡No la hagan llorar!. Santiago sintió que se le anudaba la garganta y se echó a llorar en silencio. No se atrevía a más. Sabía, de manera oscura, que en ese momento su hermana debería de sentirse esclava de indoblegable yugo, el cual, al mismo tiempo que la golpeaba, no la dejaba huir. Pensaba él: debería correr Adelaida. Un instante accionó con uno de los brazos de varias maneras, tratando de llamar la atención de Adelaida. Levantaba el brazo estirándolo cuanto podía, lo ponía en cruz, lo hacía rehilete, agitaba los dedos con impaciencia, atenaceado por un vehemente y álgido anhelo de que ella volviese los ojos a él, sin que su marido se vaya a dar cuenta, eso sí. ¡Tonta! Cómo se fijara en él, siquiera un segundo. Danzaba de aguda impaciencia. Empezó a hacer señas:
–¡Escápate! -daba a entender con sus ademanes de consejo-. No seas zonza.
Escápate de puntillas, apenas él se descuide. Sí. Sí puedes. De puntillas. Escápate. No hay más que un paso al corredor. Si fuese más lejos. Pero, de un salto. ¡salvada! Apúrate nomás. Nadie te está viendo. Pronto.
Pero así son las cosas. Adelaida no se fijó en su hermanito. ¡Pobre hermana! Si se
hubiese dado cuenta de cuanto le advirtió Santiago. Pero así son las cosas. Ella, desgraciadamente, no lo vio.
–¡Yo no sé qué le pasa! -seguía sollozando Adelaida-. ¡Hace ya tiempo que está así
Otra vez morían sus palabras en apasionado lloro. Santiago, de pronto, secó sus lágrimas con el dorso de la leñosa muñeca y con el
extremo de manga desgarrada. No habiendo sido advertido aún por Balta, se irguió ahora en un perfecto ademán adulto y tosió. No podía soportar. Acercóse ruidosamente más al quicio. Dijo, como quien no sabe nada de lo que ocurre:
–¿Qué haces, Adelaida? ¿Buscas tu rueca? Yo no la he visto desde el otro día. Nadie hizo caso al arrapiezo. –¿No ha llegado todavía don Balta? ¡Pobrecito! Si lo habrá agarrado el aguacero. Como Adelaida no le respondiese y tratase más bien de ocultarle el rostro entre los
pliegues de su traje, Santiago volvió a toser con mayor energía y estuvo limpiándose los pies de barro en la madera de la puerta, tratando de hacer notar su presencia por
Balta. Arrojaba entonces sobre el pavimento del cuarto una sombra larga y gigantesca, mucho más grande que la de un hombre. La noche descendía muy negra.
Santiago iba engallándose y creciendo en rabia. Ahora sabía, de manera oscura
también, que cualquiera que fuese aquel yugo, para él vago y desconocido, que oprimía y ligaba así a su hermana, había que echarlo abajo. Un nervioso coraje, de niño que se sugestiona en contra de un fantasma o en contra de una fuerza misteriosa y superior, le hizo parapetarse en el umbral, trémulo de una íntima fruición fraternal. Temblaba. Se puso a rayar con la uña el maguey del quicio. ¿Qué cosa? ¿A su hermana? ¿Qué cosa? ¿Quién? ¿Quién?.
Después se sentó en el poyo, siempre atisbando hacia adentro. Poco a poco el
silencio se hizo completo en la casa. Santiago se quedó dormido.
Al despertar, se asustó. ¿Dónde estarían ellos? Llamó. Nada. Había una oscuridad
–Me han dejado -se dijo en voz alta-. ¡Adelaaaida!. Paró el oído y solo a intervalos oía, por el lado de la zahurda, el gruñido de algún
cerdo maltratado por los otros. No se movió de su sitio Santiago. Estaba con el cuerpo helado. Empezó a poseerle un terror infinito. Recordaba a su hermana bañada en lágrimas, a su marido colérico, estúpido. ¿Cómo se quedó dormido? El frío, el reposo mortuorio de la noche, la soledad de la casa, la inquietante ausencia de la hermanita querida. Hacia esfuerzos para no soltar el llanto, pues que si lloraba experimentaría más miedo y su desesperación ya no tendría límites.
Hizo un esfuerzo de valor y tentó la puerta del cuarto. La halló abierta de par en
par. Volvió a llamar. ¡No le contestó ni el más leve rumor o seña de vida!
–Adelaaaaida. Adelaidiiiiiitaaa. Un calofrío glacial recorría su epidermis, de cabeza a pies. Un ruido producido
muy cerca de él le hizo dar un salto. Fue un terrón que cayó de la tapia. Santiago se bañó de un sudor frío. Empezaban a distinguir sus pupilas, aguzadas por la desesperación, aquí y allá, sombras, bultos que se agitaban y poblaban en cerrada muchedumbre los corredores y el patio. Hasta el cielo aparecía completamente negro. Pronto empezaría a llover.
Le pareció que a veces deslizábanse a lo largo del muro que daba al cerco del
camino, rozándolo y produciendo un rumor atropellado de trajes y ponchos inmensos, cortejos intermitentes y misteriosos. ¿No habría quizá venido del pueblo su madre?
Sonaron unos pasos lentos y duros. Santiago se volvió a todos lados, tratando de
escrutar las tinieblas frías y mudas, y musitó, sin saber lo que decía, presa de indescriptible sensación de pavor:
–¡Quién!. ¿Qué cosa?. Los pasos se aclararon. Era un jumento errabundo y abandonado, sin duda, a
Santiago sentose, tranquilizado, otra vez en el poyo. A poco rato dormía el
pequeño un sueño sobresaltado y doloroso.
Sobre el techo graznó toda la noche un búho. Hasta hubo dos de tales avechuchos.
Pelearon entre ambos muchas veces, en enigmática disputa. Uno de ellos se fue y no volvió.
Obsesionado Balta por los celos, aquella noche injurió a su mujer, la acuchilló a
denuestos, y, poseído del más sincero y recóndito dolor, la decía:
–Está bien, Está bien. ¡Pero tú has muerto ya para mí! Adelaida intentó en un principio persuadirle de que sus cargos eran infundados. El marido, exacerbado, gruñía sus imprecaciones en alta voz, acusando,
hachándola a miradas, llorando, sangrando a pedazos. ¡Qué la había hecho él! ¡Por qué le pagaba así! En la vida él no amó a nadie, sino a ella sola. No fue jamás un mal hombre, un vicioso, un holgazán. No. Fuera de su hermana, tantos años ausente, solo Adelaida. ¡Solo Adelaida en el mundo! ¿Quién la obligó para irse con él? Al formular esta pregunta, Balta empleaba un timbre de adoración infinita por su mujer. Asomaban en esa interrogación elástica, cérica, de una sublime trascendencia dramática, perdones, piedades, misericordias supremas. ¿Quién la obligó para seguirle? No. No le había amado jamás. ¡Adelaida mala! ¡Adelaida! ¿Por qué, mejor, no quisiste al otro desde un principio, antes que a él? Imaginándose Balta lejos y extraño a ella en el mundo y por toda la vida, la amaba con una ternura aun más grande y más pura. La amaba entonces mucho. Ahora mismo que la veía sufrir acudiría a consolarla y tranquilizarla y a prestarla refugio y amparo. Sí. La ampararía. ¿Por qué se la hacía sufrir? ¡Tan buena! ¡Pobrecita! La ampararía. Y consternado en sus fibras más delicadas y sensibles y diáfanas, Balta lloraba y tenía la impresión perfecta y real de estarla escudando, de estarla procurando un bálsamo, de estarla haciendo el bien. Mas, luego, salvaba todo este orbe de hipótesis sentimentales, volvía a su dolor actual y lloraba y se le astillaba el alma a pedazos, a grandes pedazos.
Adelaida fue acercándose a él. –¡Oye, Balta, por Dios! –¡Déjame! ¡Déjame! Ella arrodillose prosternada ante el marido, y se puso a gemir con desgarradora
lástima de amor, inclinado el moreno rostro atribulado, vencida, suave, humilde, nazarena, dulce, aromada de dolor, diluida ella entera y en el varón absorbida, en un místico espasmo femenino.
–Déjame. Y Balta agregaba, llorando, a su vez: –¡Tú has muerto ya para mí! Aquella misma noche la llevó al pueblo. A través de los desfiladeros y las abras
cenagosas, cortando las nieblas y la oscuridad, se fueron.
Ya en la casa del pueblo, Balta la hizo vestir de luto riguroso, y él hizo igual cosa.
Obedecía ella, llora y llora. Una luz fría y anaranjada de esperma Iluminaba y tocaba de aciaga pesadumbre los blancos muros repellados, los objetos, el ladrillamen de la estancia. Fuera quedaba la noche negra y desierta.
Cuando hubo acabado ella de vestirse de negro, la tragedia también acababa de
volver a las internas capas de madera de la viga del hogar; volvía de arañar a deshora unos restos olvidados de corteza de aquel alcanfor secular; vagó por tales incisiones
y, siempre con el viejo parásito miserable a cuestas, tornó y ocupó su lugar, destino en mano, dale y dale.
Tras una noche llena de implacables suplicios morales para ambos, Balta, irritados
los nervios por la vigilia y los pesares, transido, cárdeno de incurable desventura, con el amanecer, volvió al campo, abandonando a Adelaida en la morada de la aldea. Ella permanecía dormida y enlutada sobre el lecho.
Llegó Balta a la cabaña y la volvió a abandonar, para ir a errar allende los páramos.
Sin darse cuenta, advirtiose de pronto en el mismo montículo herboso que está al pie de la cresta calva, esbelta y tallada, donde la mañana anterior estuvo sentado, las piernas colgando sobre el abismo.
Hacía buen tiempo ahora. Un sol caluroso y dorado esparcía su flama sobre los
nacientes brotes de los terrosos sembríos, y el cielo despejábase de momento en momento. El rocío brillaba entre las primeras briznas, y cuando Balta subió a la cima, revolaban a su alrededor algunas ledras que se le pegaron de los follajes del tránsito, y tenía empapado el pantalón hasta más arriba de la rodilla. Aquella ropa encharcada empezó a despedir un vaho tibio e inocente.
Balta, sentado en el filo de la roca, miraba todo esto como en una pintura. De su
cerebro dispersábanse tumefactas y veladas figuras de pesadilla, bocetos alucinantes y dolorosos. Contempló largamente el campo, el límpido cielo turquí, y experimentó un leve airecillo de gracia consoladora y un vasto candor vegetal. Abríase su pecho en un gran desahogo, y se sintió en paz y en olvido de todo, penetrado de un infinito espasmo de santidad primitiva.
Sentose aun más al borde del elevado risco. El cielo quedó limpio y puro hasta los
últimos confines. De súbito, alguien rozó por la espalda a Balta, hizo este un brusco movimiento pavorido hacia adelante y su caída fue instantánea, horrorosa, espeluznante, hacia el abismo.
Por la tarde de aquel mismo día, en la casa de la aldea, Adelaida, ignorante aún del
espantoso fin de su marido, yacía en el lecho, descarnada y llorando. Doña Antuca, sentada en el umbral del dormitorio, velaba el sueño del nieto, que acababa de nacer esa mañana. El niño, de vez en vez, sobresaltábase sin causa y berreaba dolorosamente.
Un cirio que ardía ante el ara empezó a chorrearse; su pabilo giraba a pausas y en
círculo, chisporroteando, y, cuando la mano trémula de la abuela fue a despavesarlo y a arreglarlo, hallolo mirando largamente a la puerta que permanecía entornada al corredor. Llorando salía por allí la triste lumbre religiosa, hincábase a duras penas en los fríos pañales del poniente y ganaba por fin hacia lo lejos.
Methotrexat “Ebewe” 2. Composition 1 ampoule of 1ml contains 5mg methotrexate as active ingredient. 1 vial of 1ml contains 5mg methotrexate as active ingredient. 1 ampoule of 1ml contains 10mg methotrexate as active ingredient. 1 vial of 1ml contains 10mg methotrexate as active ingredient. 50mg methotrexate as active ingredient. 1 vial of 5ml contains 50mg methotrexate as active ingre